Venas de color blanco rosado. Una levita de viaje medio abrochada le dibujaba el talle y dejaba ver un chaleco de cachemira, bajo el cual llevaba un segundo chaleco, blanco. Ahora, si queréis comprender bien la sorpresa respectiva de los habitantes de Saumur y del joven parisiense, y ver perfectamente lo mucho que brillaba la elegancia del viajero en medio de las sombras grises de la sala y de las figuras que componían este cuadro de familia, procurad representaros a los Cruchot. Ya sabe usted que los propietarios se han jurado sostener los precios convenidos, y este año los belgas no han de poder más que nosotros. Sólo un parisiense de la esfera más elevada podía vestirse de este modo sin parecer ridículo y comunicar cierta armónica fatuidad a todas estas futilidades, fatuidad que estaba sostenida, por otra parte, con aire arrogante, con el aire de un joven que tiene hermosas pistolas, ojo certero y una Anita.
¿Y es joven ese señor? No es de Saumur el que llama de ese modo; dijo el notario. La señora de Grassins vestía bastante bien, encargaba sus vestidos a París, imponía la moda a la villa de Saumur y daba reuniones en su casa. En fin, para explicarlo todo en una palabra, quería pasar en Saumur más tiempo que en París limpiándose las uñas, cuidando de su persona y vistiendo con el mayor esplendor. Baden. Carlos contaba encontrar cien personas en casa de su tío, cazar a caballo en sus bosques y hacer, en fin, vida de campo, y como no supiese que estaba en Saumur, lo primero que hizo al llegar fue preguntar por el camino de Froidfond; pero, al saber que su tío vivía en la villa, trufas negras melanosporum frescas creyó que viviría en un gran palacio, y, a fin de hacer una entrada conveniente en casa de su tío, ya estuviese en Saumur, o ya en Froidfond, se había puesto un traje de viaje de la manera más sencilla y más adorable que puede vestirse un hombre.
No, tío, que me indique usted un hombre que.. Señorita, permítame que la felicite y que le manifieste hoy, que es su cumpleaños, mis ardientes deseos de que los celebre usted muchos años con la alegría y salud con que lo celebra hoy. Señorita, dijo a Eugenia después de haber saludado a la señora Grandet; es usted tan guapa y juiciosa, que no sé, en verdad, lo qué desearle. A las ocho y media de la noche estaban dos mesas preparadas; la bonita señora de Grassins había logrado poner a su hijo al lado de Eugenia. ¿Vamos a empezar la partida, señora Grandet? Sí, pero hay que tener cuidado, dijo Grandet con un tono que hizo temblar al presidente. Creo que sí, respondió la señora Grandet. Sí, señora. Pero, tía, añadió, veo que jugaban ustedes a la lotería, y les ruego que no dejen por mí un juego tan divertido. La señora de Grassins era una de esas mujercitas vivarachas, regordetas, blancas y rosadas, que, gracias al régimen monástico de provincias Y a los hábitos de una vida virtuosa, se conservan jóvenes aun a los cincuenta años.
Finalmente, su gorra era de exquisito gusto. Eugenia, alta y robusta, no tenía nada de lo bonito que agrada a la generalidad; pero era hermosa con esa belleza tan fácil de reconocer y que enamora únicamente a los artistas. En el momento en que Grandet componía su escalera y silbaba con todas sus fuerzas, recordando los tiempos de su juventud, los tres Cruchot llamaron a la puerta. Los tres Cruchot quedaron estupefactos al ver la alegre y animada mirada que le dirigió a Adolfo la heredera, a la que semejantes riquezas parecieron inauditas. Los tres tomaban rapé, y hacía ya tiempo que no se cuidaban de que no les cayese el moco, ni de evitar las manchitas en la pechera de sus camisas rojizas de cuellos abarquillados y de amarillentos pliegues. Necesitamos observar si es una o son varias las heridas y su localización. Una vez olfateada, no está todo hecho. Se llevó también todas las variedades de cuellos Y corbatas que estaban de moda a la sazón, dos levitas de Buisson y su ropa blanca más fina, un neceser de oro, regalo de su madre, y todos los cachivaches de petimetre, sin olvidar una admirable escribanía, regalo de la más amable de las mujeres, para él, al menos, de una gran señora que se llamaba Anita y que viajaba marital y aburridamente por Escocia, víctima de algunas sospechas por las que tuvo que sacrificar momentáneamente su dicha.